El hechizo del rey by José Calvo Poyato

autor:José Calvo Poyato [Calvo Poyato, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2000-12-31T16:00:00+00:00

18

Plêcnik

Matyas Rejsek no había exagerado cuando afirmaba que el Cisne Dorado era una taberna muy animada y concurrida a aquellas horas del día. Estaba llena de gente que bebía, gritaba, cantaba. Algunos hasta hablaban, aunque a buen seguro tenían dificultades para entenderse. Era un lugar perfecto para un encuentro en el que se desease pasar inadvertido.

El local estaba ubicado junto a la torre gótica, de las dos que flanqueaban el soberbio puente de Carlos, en el lado de la Mala Strana. Al pie de la torre, en un nivel inferior a la base de la misma, aprovechando la caída del terreno, estaba la puerta de entrada. Era un local amplio y de techumbre abovedada. En el centro de la estancia, una hilera de pilares ayudaba al sostenimiento de las dos bóvedas de medio cañón que allí confluían. Una de las paredes daba al río Moldava y por ella entraba la escasa iluminación y ventilación que tenía el local, donde un humo denso lo inundaba todo. El mismo que procedía tanto de las dos inmensas chimeneas que flanqueaban los extremos más pequeños del salón, como de los fumadores que allí se daban cita. Cantillana nunca había visto a tanta gente fumando a la vez en un mismo sitio.

Las mesas se distribuían desordenadamente por todas partes, concentrándose alrededor de los pilares. El local estaba sucio: había restos de comida por el suelo y algunos charcos de cerveza, que era la bebida más consumida por los alegres parroquianos que allí se reunían. La algarabía era fenomenal. Apenas había sitio para moverse, y avanzar en cualquier dirección resultaba dificultoso. No paraba de entrar y salir gente. Aquel ambiente cargado, denso y sucio era la antítesis de la tranquilidad y la limpieza que se respiraba en el Águila Roja. Parecía claro que el Cisne Dorado era un sitio más a propósito para beber que para comer. Para echar un trago, que para sostener una plácida conversación.

Matyas Rejsek pudo abrirse paso, con grandes esfuerzos, hacia uno de los laterales donde crepitaba el fuego de una de las chimeneas y se abría una escalera que conducía al piso superior. También allí había unos bancos que a modo de mostrador separaban a la clientela de los barriles de bebidas y de una especie de fogón donde se cocinaban viandas y hervían pucheros. El conde le había seguido a duras penas en su avance entre los parroquianos. Le llamó la atención que nadie se molestaba, ni se enfadaba con los golpes, los codazos y los pisotones. En España, por mucho menos se habrían desenvainado las espadas. Allí nadie se sentía molesto y mucho menos ofendido.

El dueño del Águila Roja habló algo con quien tenía todas las trazas de ser su colega del Cisne Dorado, que asentía con la cabeza a lo que Rejsek le decía. Mientras secaba sus manos en el mandil, dijo algo a uno de los sirvientes que se afanaban en servir jarras y más jarras de bebida y salió de aquella especie de mostrador. Matyas se volvió e indicó a Cantillana que le siguiera.

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